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El miedo creador de Pina Bausch

El miedo creador de Pina Bausch

Pina Bausch (c) Atsushi Iijima

Pina Bausch tenía un semblante troyano, como el de aquellas mujeres que los aqueos dejaron tras de sí después de tomar la ciudad. Su mirada decía extraviada, a medio camino entre el sueño y la vigilia, similar a la que el dolor debió dejar en el rostro de Hécuba, Casandra o Andrómaca cuando vieron a sus familiares muertos y Troya arrasada por las llamas. “Yo fui una gran tímida de niña. Y vivía con mucho susto, un sentimiento que aún conservo y que, en parte, ha sido mi motor. El miedo mueve. El miedo hace crear porque tú quieres inventarte un mundo donde tus ideas y tus sueños funcionen”.

Así es como se fue a estudiar a la Juilliard School de Nueva York, con la inseguridad de quien ve en la desproporción de la metrópoli -y más si la comparaba con su Solingen natal- la magnitud del abismo al que se acercaba. Por suerte, los profesores que allí la esperaban dieron el empujón final a un talento que empezó a fraguarse bajo las mesas del restaurante que regentaba su padre, donde se sentaba a cavilar en mundos imaginarios. Sólo salía de allí para, de vez en cuando, divertir a la clientela con bailes improvisados. Antony Tudor, José Limón y Paul Taylor vieron en ella a una intérprete distinta, consecuencia de sus años al lado de Kurt Joos en la Folkwang Schule de Essen, a treinta kilómetros de su casa. Hasta allí se desplazaba desde los catorce años para aprender danza y ballet en medio de una extraña simbiosis con la ópera, el teatro, la música, la escultura, la pintura, la fotografía, la pantomima o las artes gráficas.

De toda esta amalgama de experiencias surgirá la Pina Bausch creadora, la que hoy está considerada como la mejor coreógrafa del siglo XX, aunque ella misma confesara que nunca fue un proceso consciente. “Yo simplemente bailaba y, un día, sin saber cómo, me encontré escribiendo con mi propio cuerpo. Quería buscar una manera de decir lo que necesitaba de una forma fuerte, poderosa. Igual que en los años de mi infancia, quería expresarme”. Aunque, en realidad, siempre pensó que el intérprete ya era creador desde el mismo momento en que su cuerpo se ponía en movimiento. Sólo había que librarle de ataduras, de pasos y rutinas preestablecidas, para que emergiera desde lo más íntimo de su ser la expresión más pura y auténtica.

“Quiero estar orgulloso de mí mismo”, confiesa un adolescente con cierta timidez ante la cámara. Apenas quedan unos meses para que Kontakthof, una performance de danza creada en 1978 por Pina Bausch, sea llevada al escenario por un grupo de jóvenes sacados de once colegios de enseñanza media de Wuppertal. Todos son amateur, sin experiencia seria en la danza. Justo la edad que tenía ella cuando llegó a aquella escuela de Essen. Los miedos, inseguridades y prejuicios que revolotean a lo largo de su camino personal, en el que terminarán por descubrir algo que para ellos era desconocido, han quedado grabados en Tanzträume (Sueños de baile), el documental que se estrenó en la Berlinale de 2009 y que se pudo ver en el último Festival de Cine Alemán celebrado en Madrid durante el pasado mes de junio.

Guiada por Anne Linsel y Rainer Hoffman, la cámara acompaña el proceso que puso en escena la obra, trufado de los testimonios de sus protagonistas. En su recorrido, vemos cómo los ensayos empujan a una reflexión interna. “Inventé el método de entregar una pregunta al grupo, una técnica que aún usamos. Les doy algo en qué pensar, algo que les provoca reacciones intensas y mucha pasión. A veces los bailarines escriben sus respuestas con palabras; otras, con el cuerpo y los movimientos. A veces es sólo un gesto. Les pido que interpreten un deseo, un estado de ánimo, un miedo. O que imaginen y reaccionen frente a una situación inventada. Elaboro un cuestionario, tomo notas, les enseño un paso nuevo. Así se va armando mi material de construcción”. Los adolescentes se contemplan desde dentro, en un movimiento introspectivo que causa vértigo por la falta de práctica. Quizás sea también miedo.

Tanzträume (c) Ursula Kaufmann

Cinco años antes de concebir Kontakthof, Pina Bausch llegó a Wuppertal para dirigir la compañía de danza de la ciudad. Tenía 33 años y 26 bailarines a los que dirigir. “Pasé el primer día temblando de miedo y de emoción. Me obligué a cerrar los ojos y a sentir. Entonces decidí que todos los comienzos partirían de mi ser como bailarina”. Aquella producción, en la que sonaban canciones de amor de los años 20, hablaba del encuentro entre hombres y mujeres, del origen del amor entre seres desconocidos, donde cabe el gozo y la tristeza, el placer y el dolor. Dos años después de aquello, perdería a su primer marido. Rolf Borzik, escenógrafo, fallecía a los 35 años de un cáncer fulminante. “Cuando murió, en 1980, yo cumplía cuarenta años, una edad importante, una edad en que uno hace un balance. Fue terriblemente doloroso, sentí como un vendaval interno”.

Entre los jóvenes de Kontakthof distinguimos lentamente a una adolescente rubia de aires andróginos, que es escogida entre las candidatas para el papel más expuesto de la obra. Asustadiza al comienzo, su rostro va experimentando el cambio más notable. En uno de los movimientos, ella ha de avanzar, con pasos largos y arrastrados, desde el fondo del escenario hacia delante. Un día, aquel camino reveló a alguien distinto. La fragilidad del inicio se había convertido en una inquietante seguridad. Era la protagonista que andaba buscando Pina. “Busco a gente con personalidad. Y no sé, o no puedo explicar claramente, por qué unos me interesan y otros no. Unas veces la elección es rápida, otras me tomo mucho tiempo para decidir (…) Digamos que cuando elijo a una persona es porque tengo ganas de conocerla”. Más tarde, cuando la función ya ha pasado, asistimos a una revelación. Secretamente, esta adolescente había estado bailando para su padre, fallecido en fechas recientes. Entre lágrimas, confiesa que llegó hasta allí sin muchas expectativas, pero poco a poco aquellos ensayos sacaron de ella algo que ni ella misma estaba segura de querer contar.

Al igual que en otras disciplinas artísticas, como la literatura o la música, llegar termina siendo más importante que haber llegado; caminar, más que alcanzar el fin del camino. Al final de ese viaje íntimo y personal, siempre aguarda un premio. Nunca o rara vez es el mismo para todos. “No es simple: sé lo que ando buscando, pero no tengo idea de dónde lo voy a encontrar. Yo lo siento pero no lo veo; algunas veces aparece nítido, pero otras es una gran nebulosa. Hasta que una mañana me levanto ―con sol o con lluvia― y llega el gran chispazo: sé. Sólo que esta respuesta genera más preguntas”. Muchos de aquellos adolescentes llegaron con su joven personalidad, escrita a trazos aún frescos, algunos feroces y nada inocentes. A su edad su experiencia ha sido marcada por un buen ramo de sentimientos: ternura, dolor, amor. En la mayoría de los casos, descubiertos en el contacto incipiente con otras personas: alguna discusión subida de tono, alguna caricia… En eso consiste Kontakthof, que puede traducirse como “zona de contacto”. Los movimientos dejan de ser irrelevantes. Quieren decir algo. Cada uno exprime como puede los recursos que proporciona el cuerpo para expresarse y lograr comunicarse con el otro.

En el fondo, Pina Bausch repetía experiencia con estos jóvenes adolescentes de Wuppertal. En 1998 se pudo ver esta misma obra en los gestos y las miradas de un grupo de mujeres y hombres mayores, jubilados en su mayor parte. “Me había inspirado un día en que vi un baile con una orquesta muy antigua en un salón y parejas de la tercera edad daban vueltas al compás de la música, bailaban tango, foxtrot, vals, ¡tan felices! Es tan increíble porque el amor nunca termina, a ninguna edad.” Puso un anuncio en el periódico de Wuppertal: Damen und Herren ab 65 (Damas y caballeros a partir de 65). Así comenzaba aquel aviso extraño que buscaba candidatos para representar una función de danza, que sirvió para titular otro documental, dirigido por Lilo Mangelsdorff, que recogerá el testimonio de aquella experiencia.

Damen und Herren ab 65 Foto: Avalon

“¿Y por qué no?”, dijeron la mayoría de aquellos hombres y mujeres. Quizá era el desafío que necesitaban cuando ya no eran lo suficientemente jóvenes para proponerse grandes ambiciones, pero tampoco lo bastante viejos para permanecer anquilosados, sin hacer otra cosa que pasear e ir a algún que otro recado. Decidieron salir al encuentro de alguien a quien no conocían, pero sospechaban que llevaba con ellos toda la vida. Ese otro yo que, para empezar, era comprendido y reconocido por los demás. Gracias a aquella locura, podían hacer algo que creían haber perdido para siempre.

La búsqueda de ese germen interior como origen del concepto artístico lo hereda Pina Bausch del expresionismo alemán de principios de siglo. Cuestionado el academicismo y la oficialidad desde los tiempos de la Sezession austriaca, el ballet clásico también comenzó a sentir los embates de la vanguardia. El coreógrafo Rudolf von Laban, precursor del expresionismo en la danza, comenzó a liberar a sus bailarines de ritmos y medidas, a hacerles perder el equilibrio, para desarrollar una idea de movimiento en relación al espacio, en busca de una mayor expresividad. Una de sus discípulas, Mary Wigman, fue la bailarina que más veces llevaría al escenario aquella idea. Tuvo estrechos lazos con el grupo de pintores Die Brücke y durante la Primera Guerra Mundial entraría en contacto con el grupo dadaísta de Zurich. En aquellos años, tal y como Pina Bausch se lo encontraría en Essen, las artes se influían unas a otras, impulsadas por esa necesidad interna de la que habló Kandinsky: “Cada obra de arte proviene de una necesidad interna del alma. La verdadera obra de arte nace del artista: una misteriosa, enigmática y mística creación. Se separa de él, adquiere vida propia, se transforma en una personalidad en sí misma; un sujeto independiente animado por un viento espiritual, el vivo fundamento de una verdadera existencia humana”.

Entre uno y otro documental descubrimos cómo los adolescentes quieren moverse con madurez y los mayores quieren hacerlo como cuando eran jóvenes. Pero ninguno quiere renunciar a su bagaje: la frescura de los movimientos, los unos; la experiencia acumulada, los otros. “Para mí, nuestra vida deber ser la gran exploración. Lo que determina mi proceso creativo son los hechos exteriores. Abrir los ojos para ver lo cotidiano de otra manera, mantener la ingenuidad de la mirada, para cuestionar lo banal, y descubrir secretos”. Al final de la performance, cuando la música desaparece, sólo queda el pulso de los pasos de todos ellos sobre el escenario: el íntimo e inconfundible ritmo del vivir humano.

Pina Bausch aparece en escena para entregar una rosa a cada uno de sus nuevos bailarines. Muchas veces quiso dejar de representar la obra de los mayores, pero ellos nunca le dejaron. “Están enamorados de su rol en escena. Cuando viajamos, aprenden sus diálogos en francés o inglés o italiano, trabajan en serio. ¡Algunos pasaron los 80 y siguen! Otros han debido abandonar por problemas cardíacos o de artritis y no se conforman”. A los jóvenes sólo los dirigirá esa vez. Mientras sale del escenario para fundirse en la oscuridad entre bastidores, pocos pueden imaginar que aquella será una de las últimas veces que se le vea en público. Morirá el 30 de junio de 2009, cinco días después de que le diagnosticaran un cáncer irreversible.

Tanzträume (Sueños de baile), dirigida por Anne Linsel y Rainer Hoffman Producción: Gerd Haag. Documental. Alemania, 2009. 89 minutos. Festival de Cine Alemán. Madrid, 3.6.10

Damen und Herren ab 65 (Damas y caballeros a partir de 65), dirigida por Lilo Mangelsdorff Producción: Susanne Ritter. Documental. Alemania, 2003. 70 minutos. Festival de Cine Alemán. Madrid, 4.6.10

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